El primer recuerdo que tengo acerca de la poesía salió de un
encuentro involuntario.
Veo nítida y tímidamente el living de la casa de mis abuelos en Villa Crespo;
la alfombra verde y sus sillones (hoy, re vintage) traídos de alguna anécdota
desde Nueva Orleans. Mi abuela, estancada en lágrimas por orgullo y nostalgia; eso que siempre dejó traslucir cada vez que hablaba de su hermano, el tío Yoyó.
Él fue médico (¡Y qué medico!) casado con Estela, eterna heroína, artista
plástica. Argentinos, vivieron en el exilio de París; ese París que escribió Cortázar,
obvio. Toda una obra nostálgica en mi mente.
Cuando era chiquita me gustaba sentarme a observar a mi
abuela Ana, capicúa, lectora. Ella hacía muchas palabras cruzadas y autodefinidos, como
una cazadora de significados. Me gusta pensar que algo de eso lo aprendí de ella.
Esa tarde en la que por primera vez la vi emocionarse, me leyó un poema del libro
del tío Yoyó, “Taller”, y me explicó de qué se trataba. Los tíos perdieron un
hijo. Ella fue recorriendo, fragmento a fragmento y suspiro mediante, para que yo pudiera
entender el por qué de tantas palabras que a mi edad tenían poco sentido.
El primer recuerdo que tengo sobre la poesía es triste. Y fue un
acercamiento que me contó una historia intensa, a flor de piel. La poesía
puede ser belleza, muerte, etérea y dulce, o retratos del mundo (nosotros). Así nomá.